Luces en la noche

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FinisTerra
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Luces en la noche

Mensaje por FinisTerra » Mié Jun 22, 2022 8:16 pm

Luces en la noche
ARTURO PÉREZ-REVERTE

Hace casi treinta años que navego a bordo de un velero. Por lo general lo hago en cualquier época del año, y en el Mediterráneo. He dicho alguna vez, o lo he escrito, que navegar por ese viejo mar es hacerlo por la historia, la cultura y la memoria. Pocas sensaciones conozco tan placenteras como estar leyendo un buen libro mientras el sol enrojece el horizonte al atardecer –siempre pasa un barco a lo lejos en ese contraluz mágico–, fondeado en una cala a la que se asoman las ruinas de un templo griego o una antigua torre vigía, sabiendo que en ese lugar recalaban hace doscientos años los jabeques de piratas berberiscos, y que bajo tu quilla hay restos de ánforas arrojados desde naves romanas.

Quizá porque crecí entre marinos, en un puerto de mar y viendo pasar barcos a lo lejos, me gusta navegar. Y a estas alturas, con seis décadas y media de vida y trabajo a la espalda, lo considero una necesidad casi terapéutica. Si hubiera tenido un velero a los dieciséis años, tal vez mi biografía tendría otro rumbo en escenarios distintos, seguramente acuáticos. Quizá nunca habría escrito nada, o puede que sí. Un barco y unos libros para leer, según como sea cada cual, colman buena parte de una vida. En lo que a mí se refiere, uno de los momentos de mayor felicidad que conocí, más que salir entero de ciertos lugares difíciles, más que todas mis novelas publicadas, más que el mundo pateado durante medio siglo, es cuando aprobé el duro examen de capitán de yate, título máximo de la náutica no profesional. La sonrisa me duró mucho tiempo. En realidad me dura todavía.


En el mar, sobre todo cuando se hacen navegaciones largas, hay momentos buenos, momentos malos, y otros –relacionados con los malos y con los buenos– en los que el goce de estar allí es insuperable. Encarar un temporal cuando no hay más remedio, gobernar de forma adecuada y, una vez rizado lo que haya que rizar, comprobar que tu barco toma la mar como Dios manda, saber que todo irá bien a menos que se rompa algo, es una de las sensaciones más hermosas que conozco. Confirma tu competencia náutica y la de tu tripulación, y lo hace sin testigos ni alardes, en la más perfecta y adecuada soledad. Situando tu legítimo orgullo de marino, como diría Joseph Conrad, a doscientas millas de la tierra más cercana.

Lo que más me gusta es navegar de noche. Cuando el sol desaparece tras el horizonte, y aunque haya previsión de buen tiempo, tomo siempre un rizo a la mayor –en el Mediterráneo, un rizo de más es un sobresalto de menos– y preparo el velero para las horas de oscuridad: luces de navegación, linternas a mano, chalecos salvavidas, balizas, equipo de abandono del barco, visor nocturno, ropa de abrigo. Hay algo de temor excitante, de expectación contenida, de desafío ineludible, en ese ritual. Se parece a disponerse a entrar en combate. Y luego, cuando al fin llega la oscuridad y no hay luna, mientras haces tu cuarto de guardia y el velero avanza entre tinieblas en el interior de una esfera negra como la muerte, permaneces atento a la pantalla del radar y al AIS, te llevas los prismáticos a la cara para escrutar el mar cada diez minutos, vigilas las luces que vislumbras en la distancia, roja, verde, blanca; los destellos de faros y balizas que te advierten: mantente lejos de tierra, amigo. Peligro. Peligro.

Maniobrar a un mercante de noche no es cualquier cosa. Vas a vela y tienes prioridad, pero sabes que da igual. Son las cuatro menos cinco de la madrugada, hay viento y fuerte marejada, y sabes que en ese rojo y verde que viene hacia ti hay un fulano soñoliento a punto de salir de guardia, que no presta atención a tu luz de navegación, ni al pantallazo de tu linterna en la vela, ni al puntito que marcas en sus pantallas. Cambias el rumbo, oprimes el botón de la radio. «I am in your course. Watch me, please». Y sigue la noche, bajo una bóveda de estrellas como jamás verás en tierra. Luces distantes, reflejos de la luna que sale al fin, delfines relucientes de plata dándose un festín entre bancos de peces. Bajas a la camareta para situarte en la carta, y vuelta arriba para escrutar la noche. Frío, tensión y ojos fatigados. Una taza de café te calienta las manos, lejos de la vida terrestre, con nada en la mente que no sea avanzar seguro en la oscuridad. Y al alba, al cruzarte con otro velero que viene de vuelta encontrada, conmovido por la cercanía de alguien que pasó la misma noche que tú, le mandas tres destellos de linterna a modo de saludo; y al momento, bajo la vela hermana que se aleja en la primera claridad gris, te responden otros tres destellos.

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Mariano Grumete
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Re: Luces en la noche

Mensaje por Mariano Grumete » Mié Jun 22, 2022 8:51 pm

Me encantó. Todo los relatos de APR vienen con salitre incluido :D

javo.
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Re: Luces en la noche

Mensaje por javo. » Jue Jun 23, 2022 11:11 am

Mariano Grumete escribió:
Mié Jun 22, 2022 8:51 pm
Me encantó. Todo los relatos de APR vienen con salitre incluido :D
Si, es un placer leerlos.
Hay uno, cuyo nombre no recuerdo, que relata un incidente entre unos turistas y un militar en una bahía "privada" que no tiene desperdicio.
Si lo encuentro lo pego
J

javo.
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Re: Luces en la noche

Mensaje por javo. » Jue Jun 23, 2022 11:44 am

El chulo de la isla
ARTURO PÉREZ-REVERTE

Fue hace diez o doce días, uno de esos domingos en que la costa mediterránea se llena de navegantes y el canal 9 de la radio VHF se convierte en un marujeo marítimo apasionante como un culebrón de la tele; aquí embarcación Maripili, me recibes, cambio, acabo de doblar el cabo de la Nao, Mariano, qué tal por Ibiza, Isla Perdiguera a la escucha, resérveme una paella para las cuatro, me he quedado sin gasoil, Mayday, Mayday, y venga a tirar bengalas de socorro y la suegra y los niños vomitando por barlovento y la Cruz Roja del mar que no da abasto.

Fue un domingo de esos, les decía, y soplaba levante, y unos cuantos barquitos habían buscado el resguardo de cierta isla. La isla es zona militar, con media docena de marineritos que se aburren como ostras y miran a las bañistas de los barcos desde lejos, con prismáticos. Fíjate en la del bikini malva, tío. O aquella otra, la que toma el sol sin la parte de arriba. Qué barbaridad. Y yo aquí, sirviendo a la patria dale que te pego con la Claudia Schiffer del Interviú, cuando el cabo la deja libre. Aborrecida la tengo a la Schiffer, y aún me quedan ocho meses.

El caso es que era un domingo de ésos y una isla de ésas, y uno de los barquitos, una lancha pequeña con señora gorda, el legítimo y tres o cuatro zagales, se acercó mucho a tierra. Y estaba la familia allí, a remojo, cuando hizo de pronto su aparición una zodiac gris de la Armada, llevando a bordo a un marinero de uniforme y a un individuo con bermudas y lacoste. Ignoro la graduación del fulano en atuendo civil, pero su pelo cano y el aire autoritario con que manejaba personalmente los mandos de la lancha, lo situaban de capitán de fragata para arriba. Abona mi sospecha el hecho de que el individuo tuviese otra embarcación fondeada ante la playa, y a la familia tan ricamente instalada en tierra. Y el privilegio de remojarse el culete en ese plan en aguas y playas de la Armada, suele reservarse a gente a quien le pesa la bocamanga.

Total. Que el de las bermudas les dio su bronca a los veraneantes de la lanchita y les dijo que ahuecaran. Y para establecer con claridad de quién eran y de quién no eran aquellas playas y aguas, se despidió con una viril y castrense arrancada que levantó la proa de la zodiac, dándonos una pasada levantando espuma a toda mecha a cuantos presenciábamos, a más o menos distancia, el incidente. Y se fue a seguir disfrutando de su isla privada, con la familia.

Qué quieren que les diga. Posiblemente la cosa ni siquiera merezca estas líneas. Pero aquello de la arrancada final en plan derrape, la fantasmada gratuita de la despedida, el gasto de los ochocientos mil litros de gasolina estatal que aquel flamenco en bermudas derrochó para mostrar sus poderes, me irritó los higadillos. Lástima que fuese a dar con aquella familia de intimidar fácil, que se apresuró a cumplir la perentoria orden, y no con alguien más resabiado o más broncas. Disfruten, en tal caso, imaginando el diálogo. Que se vayan largando, oiga. Que quién es usted para decir que me largue. Que si soy el comodoro Martínez de la Cornamusa. Que nadie lo diría, comodoro, viéndolo a usted así, con esa pinta. Que si un respeto a la Marina. Que de qué Marina me habla, yo sólo veo una zodiac y un tiñalpa en lacoste y calzoncillos. Y en ese plan.

Al arriba firmante le parece muy bien impedir que los veraneantes llenen de papeles pringosos y latas vacías las islas bajo jurisdicción de la Armada. También me da absolutamente igual que los marinos de guerra, y los militares de carrera, y la gente de armas en general, goce en ocasiones de determinados privilegios, como llevarse el domingo a la familia al club de caballería o a la playa reservada a jefes y oficiales. A cambio de eso, después, cuando hay guerra, puede uno exigirles que se hagan escabechar sin escurrir el bulto. Porque los militares están para eso: para que los escabechen defendiendo a quienes les pagan el sueldo, para pintarse de azul el casco mientras ayudan a la pobre gente en Bosnia, para proteger a los pesqueros españoles -que son tan depredadores como ingleses o franceses, pero al fin y al cabo son nuestros depredadores- en la costera del bonito, o para derramar una lágrima arriando la última bandera cuando, tras el pasteleo de costumbre, entreguemos Ceuta y Melilla. Así que, por mí, si mientras tanto quieren bañarse, que se bañen. Lo que pasa es que, en estos tiempos de austeridad, prefiero que me ahorren el número de zodiac. A algunos, las chulerías oficiales nos gustan con nombre, apellidos y graduación, por favor. Y de uniforme.

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